miércoles, 20 de junio de 2012

20/06/05

Era 20 de junio. Hacía exactamente un año que nos habíamos conocido. Claro que para entonces tú ya te habías largado y una pequeña grieta que acabó siendo un abismo se había instalado silenciosamente entre los dos. Pero todavía respondías a mis mensajes.

«Hoy hace un año que nos conocimos. Feliz aniversario», te escribí medio en broma, medio en serio desde un atasco pequeño de esta pequeña ciudad.

No había avanzado ni un metro cuando respondiste: «Nunca dejas de sorprenderme. Es increíble que lo recuerdes. Conéctate esta noche».

Como dije, por aquellos días ya habías comenzado a alejarte y habíamos cambiado la llamada diaria por la semanal y el SMS de recién levantado por el de después del café. Pero allí estábamos a las 10 de la noche. Frente al monitor. Como habíamos estado tantas veces antes.

No recuerdo nada de lo que hablamos la primera hora pero hacia el final, las compuertas no resistieron más y acabamos confesando lo que durante 12 meses había estado atrapado en nuestras gargantas. Renunciamos por una vez a aquel lenguaje secreto y lleno de palabras prohibidas que nos habíamos impuesto, para decirnos que había algo entre nosotros y que aquello era real. Que ya estaba bien de refugiarnos en excusas y subterfugios y que de una vez debíamos hacer algo al respecto antes de que nos arrepintiéramos de quedarnos solo mirando el resto de nuestras vidas. Sí. Aquella noche nos dijimos lo que siempre nos habíamos negado e incluso, en un alarde sin antecedentes de honestidad emocional, yo te pedí que me buscarás trabajo en tu nueva ciudad y tú dijiste que no se te ocurría un sitio mejor donde pasar el resto de tus noches que entre mis brazos. Ahora quedaba pendiente una conversación mirándonos a los ojos el primer fin de semana para hacer las cosas bien, evitando el mayor número de bajas posibles.

Al cerrar aquella ventana, lo juro, había una sonrisa estúpida en mi rostro que hacía años no veía. Mientras me lavaba los dientes, no dejaba de pensar como sería vivir contigo. Estar contigo. Compartir mar y horizonte. Nos imaginaba al caer la tarde, en un porche con vistas al Mediterráneo mientras leíamos en un sofá de mimbre. Me dibujaba despertándote con el desayuno las mañanas de domingo. Porque, te lo aseguro, estaba convencido que aquella vez era la buena. Aquella vez habíamos cogido el toro por los cuernos y se había acabado jugar a las palabras prohibidas.  Te amo o quiero pasar contigo el resto de mi vida eran ya parte de la ecuación y se podían decir abiertamente.

Pero, al regresar del cuarto de baño, había un mensaje titilando en mi bandeja de entrada y  supe que leerlo iba a dolerme.

En 8 líneas escritas en letra tipo arial y a tamaño 12 puntos, te desdecías de todo lo sostenido minutos antes. Me decías que aquello había sido un momento de fragilidad. Un cambio de tornas achacable a ciertos momentos en que incluso las brujas se convierten en arena y el agua puede hacer que se desmoronen. Que estabas cansada de irte a la cama llorando, mientras que en la mía al menos me esperaba alguien. Me decías, en resumen, que olvidara lo que habíamos dicho, lo que había sucedido. 

Supe entonces y lo sé ahora, que lo que debí haber hecho es coger el teléfono y llamarte para decirte que no quería olvidarlo. Que no me daba la gana olvidar algo que desde hacia un año deseaba y necesitaba. Y si era necesario para probarlo, coger el coche, plantarme en esa ciudad que te había robado de mi lado y velar armas hasta la salida del sol, solo para decirte que seguía manteniendo lo dicho y que lo poco que soy era tuyo si lo querías.

Pero no lo hice.

Me quedé con el teléfono en la mano, con tu número danzando burlón en la pantalla.

No lo hice porque caí en la cuenta de que, a pesar de estar aterrorizado por la que se me venía encima y por la perspectiva de empaquetar mi vida y lanzarme tras de ti sin garantías. Aunque la idea de dejar atrás mi trabajo, mi ciudad, mi gente me paralizaba y la certeza de tener que dar el tiro de gracia a un matrimonio que ya agonizaba me asustaba, me movía el deseo de querer hacerlo y la posibilidad de un nosotros mataba todas las dudas.

No. No lo hice porque, a pesar del vértigo y el miedo que me daba asomarme a aquel abismo estaba dispuesto a jugármela por una vez por ti y tú, habías tardado menos tiempo del que necesita un cigarrillo para consumirse en cambiar de idea.

A ti te duró 5 minutos. A mí casi 6 años.


1 comentario:

  1. Y seguiras otros 6 años pensando en como pudo haber sido y, por logica y cobardia, a partes iguales, no fue..
    Quien sabe si en el fondo es la excusa perfecta para no volver a enamorarte jamas..o no..
    Tu colega
    Jade

    ResponderEliminar

Real Time Web Analytics